SL1130-2022
«[…] le compete a esta Sala determinar, desde la arista jurídica, si el Tribunal interpretó erradamente los literales a) y b) del artículo 13 de la Ley 797 del 2003, al considerar -según las entidades recurrentes- que: i) en caso de compañeros permanentes, se podía obviar la convivencia continua de cinco años al momento del deceso del afiliado, cuando la separación obedece a problemas familiares (maltrato familiar y drogadicción), que no son circunstancias ajenas a la voluntad de la pareja y, ii) era viable emplear la tesis jurisprudencial cuando se trata de cónyuges separados de hecho y acreditar cinco años en cualquier tiempo, ya que la calidad en que concurre la demandante es otra.
También, a partir de la senda fáctica, si el juez de apelaciones apreció indebidamente la investigación administrativa realizada por Mapfre Colombia Vida Seguros S. A., dado que no tuvo en cuenta que la actora manifestó allí que “dejó al compañero por los constantes maltratos, poniendo fin a la relación de manera voluntaria y con la convicción de no permanecer en una relación en la cual era prácticamente una víctima”, por lo que no había comunidad de vida.
[…]1.2. Del concepto jurídico de convivencia.
De vieja data se ha sostenido que dicho término, cuando se trata de cónyuges o compañeros (as) permanentes, busca proteger la unidad familiar y por ello es entendida como la comunidad de vida, lazos de amor, ayuda mutua, solidaridad, apoyo económico, asistencia solidaria, acompañamiento espiritual, con vocación de consolidación de vida en pareja.
Entonces, es aquella “efectiva comunidad de vida, construida sobre una real convivencia de la pareja, basada en lazos de afecto y el ánimo de brindarse sostén y asistencia recíprocos” (sentencia CSJ SL, 29 nov. 2011, rad. 40055; reiterada en la CSJ SL4549-2019 y en CSJ SL3861-2020).
Incluso, bajo dicha perspectiva, el concepto analizado abarca circunstancias que van más allá del meramente económico, en la medida que protege el socorro en otras esferas, como se dijo, el familiar, vida en pareja, espiritual etc. Por tal razón, se ha defendido que, con independencia de la situación formal existente entre la pareja, lo que determina una real convivencia son las características anotadas.
Por supuesto, tal elemento debe ser analizado en cada caso en concreto, ya que dadas las particularidades es posible que existan eventos en los que los cónyuges o compañeros permanentes no cohabiten bajo el mismo techo, por circunstancias especiales. Por ejemplo, en providencia CSJ SL6519-2017, citada en CSJ SL3861-2020, se indicó que:
“[…] la convivencia debe ser examinada y determinada según las particularidades relevantes de cada caso concreto, por cuanto esta exigencia puede presentarse y predicarse incluso en eventos en que los cónyuges o compañeros no puedan estar permanentemente juntos bajo el mismo techo físico, en razón de circunstancias especiales de salud, trabajo, fuerza mayor o similares, pues ello no conduce de manera inexorable a que desaparezca la comunidad de vida de la pareja, si claramente se mantienen vigentes los lazos afectivos, sentimentales y de apoyo, solidaridad, acompañamiento espiritual y ayuda mutua, rasgos esenciales y distintivos de la convivencia entre una pareja y que supera su concepción meramente formal relativa a la cohabitación en el mismo techo”.
En igual sentido en sentencia CSJ SL14237-2015, reiterada en CSJ SL4962-2019, la Corte sostuvo que:
“Y es que, ciertamente, en sentencia CSJ SL, 10 may. 2007, rad. 30141, la Corte Suprema trajo a colación varios apartes jurisprudenciales de la noción de convivencia, recalcando que no es el simple hecho de la residencia en una misma casa lo que la configura, sino otras circunstancias que tienen que ver con la continuidad consciente del vínculo, el apoyo moral, material y efectivo y en general el acompañamiento espiritual permanente que den la plena sensación de que no ha sido la intención de los esposos finalizar por completo su unión matrimonial, sino que por situaciones ajenas a su voluntad que en muchos casos por solidaridad, familiaridad, hermandad y diferentes circunstancias de la vida, muy lejos de pretender una separación o ruptura de la pacífica cohabitación, hacen que, la unión física no pueda mantenerse dentro de un mismo lugar.
[…]Y en sentencia del 15 de junio de 2006, radicación 27665, reiteró la anterior orientación, estimando que era razonable “que en circunstancias especiales, como podrían ser motivos de salud, de trabajo, de fuerza mayor, etc., los cónyuges o compañeros no puedan estar permanentemente juntos, bajo el mismo techo; sin que por ello pueda afirmarse que desaparece la comunidad de vida o vocación de convivencia entre ambos, máxime cuando, en el caso que nos ocupa, quedó demostrado que la demandante pasaba la noche cuidando la casa de una de sus hijas, pero en el día permanecía con su compañero”.
Se trae a colación lo anterior, para precisar y reiterar que la convivencia entre esposos o compañeros permanentes puede verse afectada en la unión física, es decir, por no convivir bajo un mismo techo, por circunstancias que la justifiquen pero que no den a entender que el vínculo matrimonial o de hecho ha finalizado definitivamente”.
En ese orden, resulta claro que el no vivir bajo el mismo techo por condiciones especiales no implica necesariamente que ipso facto desaparezca la comunidad de vida, siempre que prevalezcan los lazos afectivos, sentimentales, de apoyo, solidaridad, acompañamiento espiritual y ayuda mutua, propios de la vida en pareja.
Y en eventos particulares como el que ahora ocupa la atención de la Sala, resulta insoslayable evaluar las vicisitudes que pueden darse en el seno de una familia y efectuar un estudio más riguroso de la convivencia aludida, porque se avizoran problemas de violencia de género e intrafamiliar, que no implican -necesariamente- la pérdida del derecho pensional, sino el cuidadoso análisis de las circunstancias que rodean el devenir de la relación de pareja.
1.3. Perspectiva judicial en casos de violencia intrafamiliar.
La violencia intrafamiliar se expresa de diferentes formas, pues -siguiendo literal c) del artículo 3.º la Ley 294 de 1996, incluye daño el verbal por ofensa o ultraje, físico, psíquico, amenaza, maltrato, entre otros y se incide en ella cuando – de acuerdo con la Corte Constitucional en sentencia CC SU080-2020- el accionar violento se despliega por un integrante del grupo familiar, con independencia del lugar en que se materialice, “como consecuencia de los vínculos que la unen con la institución”.
La importancia de atacar cualquier tipo de agresión en el hogar fue exaltada en providencia CC T311-18, en la que al recordar la decisión CC C408-1996 sobre la constitucionalidad de la Ley 248 de 1996, se dijo:
“[…] la violencia intrafamiliar también ha sido considerada como una respuesta a la violencia de género y, específicamente, del femenino. La Corte al pronunciarse sobre la Ley 248 de 1996, con la cual se aprobó la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer “Convención de Belem do Para” hizo algunas reflexiones que explican la importancia que se le ha reconocido a la violencia en el hogar, las cuales deben recordarse:
“11- Pero ello no es todo; las mujeres están también sometidas a una violencia, si se quiere, más silenciosa y oculta, pero no por ello menos grave: las agresiones en el ámbito doméstico y en las relaciones de pareja, las cuales son no sólo formas prohibidas de discriminación por razón del sexo (CP art. 13) sino que pueden llegar a ser de tal intensidad y generar tal dolor y sufrimiento, que configuran verdaderas torturas o, al menos, tratos crueles, prohibidos por la Constitución (CP arts 12, y 42) y por el derecho internacional de los derechos humanos. Así, según la Relatora Especial de Naciones Unidas de Violencia contra la Mujer, ‘la violencia grave en el hogar puede interpretarse como forma de tortura mientras que las formas menos graves pueden calificarse de malos tratos en virtud del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Por ello esta Corporación considera que es no sólo legítimo sino una expresión de los valores constitucionales que el tratado prohíba también la violencia contra la mujer en el ámbito del hogar. En efecto, la Constitución proscribe toda forma de violencia en la familia y ordena a las autoridades sancionarla cuando ésta ocurra (CP art. 43), razón por la cual esta Corporación, al declarar exequible, en la sentencia C-371/94, la facultad de los padres de sancionar moderadamente a sus hijos, precisó, en la parte resolutiva, que `de las sanciones que apliquen los padres y las personas encargadas del cuidado personal de los hijos estará excluída (sic) toda forma de violencia física o moral, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 12, 42 y 44 de la Constitución Política´ (subrayas no originales).
No se puede entonces invocar la intimidad y la inviolabilidad de los hogares para justificar agresiones contra las mujeres en las relaciones privadas y domésticas. Es más, esta violencia puede ser incluso más grave que la que se ejerce abiertamente, pues su ocurrencia en estos ámbitos íntimos la convierte en un fenómeno silencioso, tolerado, e incluso, a veces, tácitamente legitimado. Hace tan solo 30 años, en 1954, en un país de alta cultura democrática como Inglaterra, el comandante de Scotland Yard se jactaba de que en Londres había pocos asesinatos y que muchos de ellos no eran graves pues eran simplemente `casos de maridos que matan a sus mujeres. (Resaltado fuera del texto original, salvo la expresión “estará excluída (sic) toda forma de violencia física o moral”)”.
Así que no pasa desapercibido por dicho órgano de cierre, como por el presente, que la violencia intrafamiliar ocurre en especial contra la mujer, razón por la cual en la misma decisión se precisó que:
“[…] la tipificación de la violencia intrafamiliar no es la única reacción estatal; de otro lado, este Tribunal, entendiendo que la respuesta que es exigible del Estado no es suficiente para lograr la meta de equilibrar los derechos de las mujeres y superar la violencia de género que de ella se deriva, ha considerado que: “la violencia contra las mujeres constituye un problema social que exige profundos cambios en los ámbitos educativo, social, jurídico, policial y laboral, a través de los cuales se introduzcan nuevas escalas de valores que se construyan sobre el respeto de los derechos fundamentales de las mujeres. Ya se ha demostrado que las leyes resultan insuficientes, puesto que tienen que formar parte de un esfuerzo más general. Se debe repensar la relación entre hombres y mujeres, porque una sociedad que tolera la agresión en contra de ellas es una sociedad que discrimina. Y dejar de vivir en una sociedad que discrimina es responsabilidad de todos”.
Incluso, haciendo referencia a la providencia CC C022-2015 en la que se dijo que la exclusión de la violencia intrafamiliar de la lista de delitos querellables se ajustaba a la Constitución Política, la aludida Alta Corporación reconoció que tal medida “cumplía el propósito de “perseguir y erradicar la violencia de género y los feminicidios que se presentan en el país, en su mayoría mujeres víctimas de violencia intrafamiliar”, al paso que se consideró, como quedó visto, un mecanismo óptimo para que la pena cumpla una función preventiva” (CC T311-2018).
También se reconoció la anterior en sentencia CSJ SL2010-2019, en la que se instruyó que:
“[…] nuestro ordenamiento jurídico establece una gama de reglas y principios encaminados a prevenir, remediar y castigar cualquier forma de maltrato intrafamiliar, además de proteger de manera integral y efectiva a las personas violentadas. Igualmente, teniendo en cuenta que, tradicionalmente, la víctima de dichas formas de violencia ha sido la mujer, envuelta en un contexto de “…relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres” que conduce a perpetuar la discriminación contra ésta y a obstaculizar su pleno desarrollo…” (CC T-338 de 2018), nuestro ordenamiento jurídico se ha preocupado especialmente de prevenir y castigar cualquier forma de violencia en su contra, a través de normas como el artículo 43 de la Constitución Política, la Ley 294 de 1996, la Ley 1257 de 2008 y, entre otros, la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Convención de Belém do Pará)”.
Lo anterior igualmente ha sido reconocido desde la esfera internacional, de lo cual se resaltará -además de lo previamente mencionado por la Corte Constitucional sobre la Convención de Belém do Pará- lo dicho en la Observación General n.° 16 sobre “la igualdad de derechos del hombre y la mujer al disfrute de los derechos económicos, sociales y culturales”, adoptado por el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
En tal oportunidad, se dispuso que los Estados tenían la obligación de garantizar a las víctimas de violencia en el hogar, que se reconoce son principalmente mujeres, “el acceso a un alojamiento seguro, así como a los oportunos remedios y recursos y a la reparación de los daños y perjuicios de orden físico, mental y moral”.
En el ámbito nacional, el legislador previó en: a) la Ley 294 de 1996, el desarrolló del artículo 42 de la Constitución Política y dictó normas para prevenir, remediar y sancionar la violencia intrafamiliar; b) la Ley 1257 de 2008, por la cual se “dictan normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres, se reforman los Códigos Penal, de Procedimiento Penal, la Ley 294 de 1996” y, c) la Ley 575 de 2000, que modificó parcialmente la Ley 294 de 1996 y la Ley 1542 de 2012 en la que se reformó el artículo 74 de la Ley 906 de 2004-CPP.
En tal virtud, esta Corte ha estimado que -comprendiendo ese marco conceptual sobre la violencia en el hogar y la protección que, particularmente, merece la mujer que sufre actos de agresión en dicho ámbito – el presupuesto de convivencia exigido legalmente no se puede desechar por la ausencia de cohabitación física del cónyuge o de los compañeros permanentes cuando el presunto(a) beneficiario(a) ha sido sometido a maltrato físico, psicológico y a cualquier tipo de violencia, pues esto obliga a que los jueces acudan a una perspectiva en sus decisión, para evitar que “una aplicación restringida de los requisitos para conceder la pensión pueden terminar por revictimizar a quien es más vulnerable”, ya que debido a las circunstancias especiales, los eventuales beneficiarios “no siempre [pueden] cumplirlos, sobre todo si las mujeres interrumpen la convivencia o terminan el vínculo jurídico con su pareja para proteger su vida” (CSJ SL1727-2020).
De tal forma se realizó, verbigracia, en sentencia CSJ SL2010-2019, en la cual se otorgó el derecho a la pensión de sobrevivientes a la demandante beneficiaria que, aunque no convivía con su cónyuge bajo el mismo techo, evidenció que ello obedeció a la violencia en el seno del hogar por los malos tratos que aquél perpetuaba y la obligaron a abogar por su vida. En tal oportunidad, se precisó que:
“[…] Aunado a lo anterior, lo cierto es que nuestro ordenamiento jurídico establece una gama de reglas y principios encaminados a prevenir, remediar y castigar cualquier forma de maltrato intrafamiliar, además de proteger de manera integral y efectiva a las personas violentadas. Igualmente, teniendo en cuenta que, tradicionalmente, la víctima de dichas formas de violencia ha sido la mujer, envuelta en un contexto de “…relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres” que conduce a perpetuar la discriminación contra ésta y a obstaculizar su pleno desarrollo…” (CC T-338 de 2018), nuestro ordenamiento jurídico se ha preocupado especialmente de prevenir y castigar cualquier forma de violencia en su contra, a través de normas como el artículo 43 de la Constitución Política, la Ley 294 de 1996, la Ley 1257 de 2008 y, entre otros, la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Convención de Belém do Pará).
Siendo ello así, no sería posible entender, bajo ninguna circunstancia, que una víctima de maltrato pierde el derecho a la pensión de sobrevivientes de su cónyuge, por el solo hecho de renunciar a la cohabitación y buscar legítimamente la protección de su vida y su integridad personal. Pensar diferente sería, ni más ni menos, una forma de revictimización contraria a los valores más esenciales de nuestro ordenamiento jurídico, al derecho a la igualdad y no discriminación y al artículo 12 de nuestra Constitución Política, de conformidad con el cual nadie puede ser sometido a “…tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes…” Igualmente, implicaría reproducir patrones y contextos de violencia contra la mujer, negarle el derecho a oponerse al maltrato y condenar a otras mujeres a soportarlo, con tal de no perder beneficios jurídicos como el de la pensión de sobrevivientes.
Conforme a todo lo expuesto, en este caso la Corte debe tener por cumplido el requisito de la convivencia exigido legalmente, pues, además de que la demandante convivió con el causante desde la fecha del matrimonio – 3 de junio de 1993 -, aproximadamente hasta el mes de marzo de 1997 (fol. 76), la falta de cohabitación desde ese momento y hasta la muerte del pensionado – 7 de septiembre de 2004 – se originó en los malos tratamientos que este le dispensaba a su esposa” (subrayado añadido).
En igual camino, en proveído CSJ SC5039-2021 se afirmó en el especto de los procesos de declaración de la existencia de uniones maritales de hecho, que en aras de garantizar que no quede invisibilizada la violencia intrafamiliar y con particularidad la que vive la mujer en dicho contexto:
“Cabría preguntarse, entonces, si es adecuado mantener al margen de los trámites declarativos de existencia de unión marital de hecho las problemáticas de violencia intrafamiliar o de género –centrando toda la actividad jurisdiccional en esclarecer el estado civil de compañeros permanentes, así como las secuelas patrimoniales de este, como tradicionalmente se ha venido haciendo–, o si, por el contrario, siempre que en este tipo de procesos se adviertan actos de maltrato intrafamiliar o violencia de género entre los compañeros permanentes, debe abrirse un espacio de debate adicional, para determinar, con plenas garantías, la reparación integral a la que tendría derecho la víctima de esas conductas dañosas.
Para la Corte, la segunda alternativa se impone, pues solo ella es consistente con el precedente y con las pautas convencionales y constitucionales vigentes, especialmente la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (“Convención de Belém do Pará”).
[…]Las crecientes cifras de violencia intrafamiliar y la especial concentración de esos sucesos en la población de mujeres que conforman una unión marital de hecho, imponen adoptar medidas tendientes a que esa realidad no quede oculta, ni mucho menos permanezca impune. Y si bien es evidente que superar tal problemática demanda esfuerzos multidisciplinares, la jurisdicción puede ser partícipe del cambio eliminando las talanqueras procedimentales para que las víctimas sean efectivamente reparadas” (subrayado añadido).
Bajo lo discurrido, resulta claro que los comportamientos de violencia intrafamiliar, con énfasis cuando se trata de las mujeres que históricamente han sido discriminadas y objeto de diferentes tipos de agresiones, merecen un especial entendimiento y aproximación por los operadores judiciales, conforme a la legislación nacional, internacional y la jurisprudencia, así como esfuerzos multidisciplinario, que la jurisdicción ordinaria laboral no abandona.
1.4. Del caso concreto.
Para descender las nociones previas al caso, resulta indispensable memorar que, pese a las falencias en redacción y retórica de los argumentos del fallador de apelaciones, éste coligió que:
a) Conforme a la tesis vigente para la fecha en que se emitió el fallo, se exigía a los compañeros permanentes la convivencia de cinco años hasta el momento de la muerte del afiliado, tan es así que aseveró, luego de sintetizar el artículo 13 de la Ley 797 de 2003, que modificó el 47 de la Ley 100 de 1993, que “puede observarse entonces que un requisito sí es que inicialmente haya convivencia hasta la muerte”.
b) No obstante, adujo que tal requerimiento tiene unos “bemoles”, pues, pese a que se dé separación física entre cónyuges o compañeros, esto puede tener una justificación que no da al traste al derecho, dado que es viable que existan “circunstancias de salud, de trabajo, otro tipo de circunstancias que la misma Corte Suprema lo ha dejado a que se analice en cada caso”, por ejemplo, separaciones “temporales” en las que se mantienen “los vínculos que justifican una relación de pareja, como es el apoyo, el apoyo moral, el sustento económico, etcétera”.
c) Ahora, alegó que en el examine “habían circunstancias que hicieron que en un momento determinado sí existiera una separación […], pero una separación que no puede calificarse en ningún momento de definitiva, sino temporal”, sin que hubiese duda de que la demandante y el causante convivieron por más de siete años.
d) Recordó que esta Corte no sólo “ha obviado el requisito de convivencia al momento de la muerte” cuando se trata de separaciones por razones de salud, trabajo entre otros, sino también ha ampliado la cobertura, por ser un derecho fundamental, a casos en donde “hay vínculos matrimoniales y convivencia superior a los cinco años en cualquier tiempo sin convivencia al momento de la muerte [y] se han reconocido pensiones de sobrevivientes y este caso podría analizarse también bajo ese tema” (subrayado añadido).
e) Luego, admitió que no existía “ningún antecedente de la Honorable Corte Suprema de Justicia cuando se trata de compañeros, pero en vista de que aquí también hay estudiantes, en la audiencia el día de hoy los invitamos pues a que estudien el tema a profundidad”.
f) Así, concluyó que en el caso de estudio no hubo una disolución definitiva, sino “temporal” por problemas al interior de la pareja, que no tienen por qué extinguir el derecho, ya que se demostraron “más de cinco años de convivencia efectiva, lo cual no tiene motivo de discusión en este proceso”.
En ese orden, teniendo claro lo anterior, para la Sala el Tribunal no se equivocó jurídicamente en el entendimiento que le imprimió al requisito de convivencia, consagrado en el literal a) del artículo 13 de la Ley 797 de 2003, dado que abarcó conceptualmente dicha institución como lo ha entendido esta Corporación y se explicó en el aparte 1.2.
Tampoco soslayó el requisito de convivencia de cinco años al momento del deceso del afiliado (se exalta, que era el exigido conforme a la tesis jurisprudencial vigente para tal anualidad en la que se emitió el fallo), sino que, en respuesta a las particularidades de la convivencia de la pareja Moreno Durango, entendió que la separación dada no llevaba a la pérdida del derecho por cuanto se tuvo siempre la vocación de permanencia, lo cual resulta acertado conforme a la perspectiva judicial que se debe tener en cuenta en los casos en que se presenta violencia intrafamiliar, como en el presente y del deber de protección de la mujer en tal contexto.
Ahora, tampoco resulta apropiado lo expuesto por las entidades recurrentes que el ad quem empleó, para dirimir el conflicto, la tesis jurisprudencial sobre que el cónyuge supérstite puede acceder al derecho si acredita cinco años en cualquier tiempo, en la medida que, si bien es cierto aludió a tal criterio, lo hizo de manera doctrinaria para recordar que esta Corte ha ampliado la posibilidad de morigerar dicho requisito en tal evento, tan es así que sostuvo que el examine “podría” analizarse “también” bajo ese espectro, pero no significa ello que tal argumento fue en el que soportó su decisión.
Tal posición se refuerza, dado que reconoció que para la data en que se profirió el fallo, esta Corporación no había emitido precedente similar en el caso de compañeros permanentes, con lo que es viable entender que no pretendía extender tales raciocinios propios de los cónyuges, a la demandante, quien tiene otra calidad.
Con todo, si bajo cualquier arista se considerara lo contrario y se entendiera que el Tribunal adujo que los cinco años de convivencia de la demandante se podían acreditar en cualquier tiempo o incluso que “obvio” la existencia de tal requisito en los cinco años previos al deceso, como lo sugieren las entidades recurrentes, lo cierto es que no habría lugar a casar la decisión, porque, con la nueva posición jurisprudencial explicada a profundidad en el ítem 1.1. no es necesario limitar tal requisito a una temporalidad de cinco anualidades, ya que lo que se debe acreditar, cuando el causante es un afiliado, es la conformación del núcleo familiar con vocación de permanencia.
Lo previo se dio en el sub lite, conforme lo acreditado por el colegiado y que no se debate en estos cargos por enfocarse por la vía directa, a lo sumo, por un lapso de siete años, pese a que en el mes anterior al deceso se hubiese dado un alejamiento producto de la violencia de género en el hogar en la que estuvo sometida la accionante.
Por último, esta Sala no puede pasar por alto que el juez de alzada, pese a su argumentación sensible frente a los supuestos fácticos, no realizó el ejercicio judicial conforme a la diligencia debida y rigorismo que se espera cuando se presentan casos de violencia intrafamiliar, como el sub lite.
Por tanto, esta Corporación aprovecha la oportunidad para exhortar a todos los jueces de la república a que en sus decisiones incluyan el enfoque debido en aras de disminuir cualquier tipo de violencia intrafamiliar y evitar que se perpetúen revictimizaciones.
2. Cargo segundo de Mapfre Colombia Vida Seguros (vía indirecta).
La Sala delimita que -contrario a dicho por la opositora Mildrey Durango David- no se trata del informe definitivo de la investigación, donde la aseguradora expone las conclusiones de su indagación, caso en el cual no podría haber sido estudiado por el colegiado a su favor, en acatamiento al principio general de que nadie puede constituir su propia prueba (CSJ SL954-2018, CSJ SL15058-2017).
Por el contrario, de acuerdo con la transcripción que del medio de convicción realizó la cesura, se avizora que corresponde al cuestionario para esposa o compañera que absolvió la demandante en el curso de dicha actividad y que fue diligenciado por ella.
Precisado ello, le compete a este órgano de cierre establecer si el juez de alzada valoró indebidamente la entrevista realizada a la actora (f.° 143 a 148, cuaderno del Juzgado) y dar por demostrado, sin estarlo, que existió una efectiva comunidad de vida y que el distanciamiento obedeció por razones ajenas a la voluntad de la pareja, lo cual llevó a la aplicación indebida del artículo 13 de la Ley 797 de 2003.
En concreto, el ad quem dedujo de dicho elemento que la actora expuso de forma espontánea que “se había separado un mes y cuatro días”; afirmación que para el operador judicial merecía tener como cierta y darle más credibilidad que lo expuesto por los testigos que dijeron que la convivencia fue continua, ya que es la misma compañera quien aseguró que ocurrió tal distanciamiento.
Pues bien, revisado el contenido del medio de convicción, la Sala no otea un análisis indebido, exclusivamente de aquél, dado que, en efecto, respecto de la convivencia allí se certifica que:
[…]Las afirmaciones efectuadas por la accionante en tal entrevista no fueron desconocidas por el juez de alzada, ni tergiversadas. Por el contrario, extrajo que -conforme lo reconoció la petente- se dio una ausencia de unión física con el causante un mes y cuatro días antes del deceso, ya que desde el 7 de julio del 2011 no convivían bajo el mismo techo y el deceso ocurrió el 11 de agosto del 2011.
Con todo, si en un hipotético se encontrara un yerro probatorio que permitiera casar la decisión y proceder al estudio del acervo, incluso aquél no denunciado en este cargo, la conclusión sería la misma por lo siguiente:
Esta Corporación debe ser incisiva en la obligación de los jueces de la República de estudiar con detenimiento la comunidad de vida de la pareja, cuando se evidencian signos de violencia doméstica o intrafamiliar.
Recuérdese, además de lo discurrido al resolver el cargo inicial, entre ello, lo expuesto en proveído CSJ SC5039-2021, lo dicho por la Sala Civil Homóloga en sentencia STC2287-2018, acudiendo a la providencia CC T087-2017, en la que se señala frente al deber de diligencia y la violencia contra la mujer en el marco del hogar, que:
“[E]l deber de debida diligencia de las autoridades encargadas de prevenir y erradicar toda forma de violencia contra la mujer, implica evaluar los testimonios de las víctimas a la luz de un enfoque de género, evitando toda revictimización. La violencia intrafamiliar, y en particular la violencia contra la mujer, no solo se ejerce en el plano físico sino también en el plano psicológico y moral a través de prácticas que se dirigen a humillar y reducir la confianza de la mujer con el fin de mantener los estereotipos de dominación y abuso del machismo.
Asimismo, resaltó que la violencia contra la mujer, en el marco de la violencia intrafamiliar
[N]o ha sido ajeno a la administración de justicia, pues las decisiones judiciales también han sido fuente de discriminación contra la mujer al confirmar patrones de desigualdad. Para contrarrestar esta situación, la jurisprudencia constitucional ha introducido subreglas sobre cómo deben analizarse los casos que involucren actos o medidas discriminatorias, reiterando la obligación que tienen las autoridades judiciales de abarcar sus casos desde un enfoque diferencial de género. Al respecto, en sentencia T-012 de 2016, se precisó que las autoridades judiciales deben:“(i) desplegar toda actividad investigativa en aras de garantizar los derechos en disputa y la dignidad de las mujeres; (ii) analizar los hechos, las pruebas y las normas con base en interpretaciones sistemáticas de la realidad, de manera que en ese ejercicio hermenéutico se reconozca que las mujeres han sido un grupo tradicionalmente discriminado y como tal, se justifica un trato diferencial; (iii) no tomar decisiones con base en estereotipos de género; (iv) evitar la revictimización de la mujer a la hora de cumplir con sus funciones; reconocer las diferencias entre hombres y mujeres; (v) flexibilizar la carga probatoria en casos de violencia o discriminación, privilegiando los indicios sobre las pruebas directas, cuando estas últimas resulten insuficientes; (vi) considerar el rol transformador o perpetuador de las decisiones judiciales; (vii) efectuar un análisis rígido sobre las actuaciones de quien presuntamente comete la violencia; (viii) evaluar las posibilidades y recursos reales de acceso a trámites judiciales; (ix) analizar las relaciones de poder que afectan la dignidad y autonomía de las mujeres”.
Y específicamente sobre la perspectiva de género, cuya conexidad con la violencia intrafamiliar no se puede soslayar, en decisión CSJ STC2287-2018, recordada CSJ SL3429-2021, se dijo:
“Juzgar con “perspectiva de género” es recibir la causa y analizar si en ella se vislumbran situaciones de discriminación entre los sujetos del proceso o asimetrías que obliguen a dilucidar la prueba y valorarla de forma diferente a efectos de romper esa desigualdad, aprendiendo a manejar las categorías sospechosas al momento de repartir el concepto de carga probatoria, como sería cuando se está frente a mujeres, ancianos, niño, grupos LGBTI, grupos étnicos, afrocolombianos, discapacitados, inmigrantes, o cualquier otro; es tener conciencia de que ante situación diferencial por la especial posición de debilidad manifiesta, el estándar probatorio no debe ser igual, ameritando en muchos casos el ejercicio de la facultad-deber del juez para aplicar la ordenación de prueba de manera oficiosa.
Es necesario aplicar justicia no con rostro de mujer ni con rostro de hombre, sino con rostro humano.
Para el ejercicio de un buen manejo probatorio en casos donde es necesario el “enfoque diferencial” es importante mirar si existe algún tipo de estereotipo de género o de prejuicio que puedan afectar o incidir en la toma de la decisión final, recordando que “prejuicio o estereotipo” es una simple creencia que atribuye características a un grupo; que no son hechos probados en el litigio para tenerlo como elemento esencial o básico dentro del análisis de la situación fáctica a determinar”
Pues bien es que en el sub lite la accionante, desde el cuestionario atacado en esta denuncia, refirió la violencia intrafamiliar que sufrió en el seno de su familia, por su compañero permanente y padre de su hija, quién en suma tomó la decisión de quitarse la vida; situación de la que también da cuenta lo aseverado en la demanda principal y la historia clínica del 13 de abril del 2011, en la que se reseñó: “paciente con antecedente de cefalea de cuatro años de evolución, asociado a problemática familiar” (subrayado añadido) (f.° 22, cuaderno del juzgado).
Tales circunstancias de violencia intrafamiliar no pueden ser ignoradas por los operadores judiciales al tomar decisiones en materia de seguridad social, incluso aunque no exista una denuncia formal, pues, conforme se dijo en proveído CSJ SL5520-2021, “se estaría desconociendo que en muchos casos las mujeres víctimas de violencia no denuncian o se tardan en hacerlo, lo que, a su vez, soslayaría el contexto en que se presentan este tipo de agresiones (CSJ SL1727-2020)”.
Lo anterior se trae en este punto a colación, porque no resulta aceptable que, pese a que la aseguradora recurrente reconoce en la denuncia que “la separación se presentó por la decisión libre de la compañera, quien cansada de los maltratos abandonó el hogar que compartía con el causante” (f.° 57, cuaderno de la Corte), conmine a que, desde la esfera de la seguridad social, se fomente una revictimización al no poder acceder a la pensión de sobrevivientes justamente por la violencia de género doméstica a la que se vio sometida, pese a que, conforme lo aseverado por el ad quem y no se discutió, a lo sumo convivieron siete años, salvo el mes y medio previo al deceso del afiliado.
De lo contrario, sería un absoluto contrasentido y violatorio de todo rozamiento lógico y humano, exigirle a quien es sujeto de vejámenes contra su integridad física y moral, someterse a una continua tortura, con el único objeto de obtener el reconocimiento de un derecho prestacional, pues ello resulta una intelección aislada, exegética e inversa a los principios constitucionales y legales que gobiernan la garantía fundamental de la seguridad social.
Inclusive, la comunidad de vida se encuentra plenamente acreditada con las declaraciones de María Yarlina Hinestroza Murillo, Inés Celeste Ramírez Zapata y Saray Montoya Montoya quienes reconocieron que la demandante y el causante, pese a su corta edad, convivieron como pareja, conformaron una unión amorosa, espiritual y económica y ejercieron actos de pareja. Y aunque no conocieron de algún acto de violencia de género, esto no les resta credibilidad a sus dichos, comoquiera que es una situación que, por su sensibilidad, no tiene por qué ser conocida por las testigos.
Todo lo expuesto en esta decisión, lleva a que también se exhorte a las demandadas, como integrantes del sistema general de seguridad social, para que en sus decisiones apliquen la perspectiva de género exigida y defendida por la Corte Constitucional, así como por esta Corporación, incluso siguiendo los lineamientos soportados en la presente providencia».
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